¿Saben ustedes lo que
le sucedió al hombre que recibió la camisa del Libertador? En rigor, no se le
podría llamar hombre: era un pobre muchacho delgado, con los hombros hundidos y
los brazos débiles en que se acusaban todavía morbideces infantiles. Sus compañeros
lo llamaban el “jipato”, y se quedaban mirándolo en silencio, con una mezcla de
simpatía y de confuso respeto: lo único que parecía arder en él con una vida enérgica
eran aquellos ojos llameantes donde destellaba por momentos la convicción de
empresas imperecederas.
Hacía un frío de los
cuatrocientos mil demonios, como decía el catire escocés, y el jipato no tenía
encima más que sus pantalones rotos. Las espaldas endebles tiritaban bajo el
peso del arma.
-
Déle una de mis camisas para
que se arrope – dijo el Libertador.
- Mi
General: - le contestó el Edecán -. A.V. no le quedan más que dos camisas: la
que lleva puesta, y otra sucia, que tenemos que mandar a lavar.
-
Désela – ordenó Bolívar.
De
este modo la camisa, impregnada aún del aliento del Grande Hombre, pasó a
resguardar el cuerpo del Jipato.
El
hombre de la camisa del Libertador continuó con el ejército en todas las
campañas. Pequeña y frágil como era, su salud no le abandonaba. El mismo se
sonreía, con cierta sorpresa, al comprobar que el macilento vigor le sobrevivía
a las duras pruebas de la guerra. Con los años, iba poco a poco ganando en
talla de hombre cabal, así como en experiencia. Pero lo que más le asombraba
era una especie de invulnerabilidad que lo envolvía: con su modo de ser
taciturno, un poco triste, algo así como fatalista, se lanzaba, de suerte que
se le podía tener por un desesperado, a los más furiosos combates, y nunca lo
mataban. Conquistó triunfos: ascendió jerarquías; terminó la guerra, y se retiró
del servicio con presillas en las mangas y despachos y menciones en la
faltriquera.
No
moría, no podría morir el hombre de la camisa del Libertador. Continuó
recorriendo los caminos sin tregua de la patria. Se le veía rondar, al
atardecer, las poblaciones arrinconadas a la vera apacible de los montes. Contemplaba
a los hombres, acercándose silenciosamente a las puertas iluminadas por una
lamparilla de aceite, de las pulperías: largo rato escuchaba sus conversaciones
juiciosas o incoherentes, y luego se desprendía de nuevo, perdiéndose en la
sombra.
Saludaba
a las mujeres, diciéndoles palabras afectuosas. Se mezclaba a los corros de los
muchachos, y se complacía en ayudarlos en sus juegos, fabricándoles trompos,
papagayos o muñecas.
Embozado
en la camisa que había pertenecido al Libertador, el hombre que la recibió se añadía,
sin decir una palabra, a los humildes cortejos que llevan, en un chinchorro
pendiente de una larga vara que sostienen dos de ellos sobre los hombros, un
muerto a enterrar.
Cae
la lluvia. Los deudos y los amigos del finado marchan cabizbajo, en sus cobijas
que el agua ha hecho excesivamente pesadas: y ninguno de ellos le pregunta nada
a aquel desconocido que los acompaña un buen trecho, y luego se queda parado
debajo de un árbol, con los brazos cruzados, mirándolos alejarse.
Otras
veces, en las estrelladas noches de verano, el hombre de la camisa del
Libertador se introducía en los ranchos donde celebraban un santo, un bautizo,
un velorio de mayo. Largo espacio de tiempo escuchaba, inmóvil, a los
cantadores que rivalizaban en alegres contrapunteos. Y cuando uno de ellos,
fatigado, le alargaba el cuatro, y le decía:
-
- Ahora usted, compadre, cántenos
algo.
No
desdeñaba hacerlo. Sus flacas manos morenas se deslizaban con rapidez sobre las
cuerdas. De su pecho salía una voz grave y tierna que levantaba, en el aire cálido
de la velada, evocaciones de una turbadora melancolía. Hasta el gárrulo
maraquero enmudecía, oyéndolo.
De
este modo hacia acto de presencia dondequiera que reía, dondequiera que lloraba,
dondequiera que alentaba y mascaba resignadamente sus esperanzas no cumplidas,
la vida venezolana.
No
fueron pocas las veces que arrimó, de improviso, al arriero, al abrigo del alar
de la ranchería, muy a la alborada y le ayudó a enjalmar su burro; las veces
que se arremangó los pantalones y chispeó de barro la camisa del Libertador,
cooperando a sacar del rio el camión atascado, las veces que siguió durante
largo tiempo, con la mirada donde asomaba una puntica de alegría, al campesino
que iba sembrando con una yunta de bueyes, o al peón que iba cantando al frente
de su ganado.
Y en
la época de las interminables guerras civiles se le miraba vagar, desconsolado,
detrás de las banderías: buscaba en los campos recientes de batalla los
soldados muertos, con una tronera en la frente o a un costado del pecho, y se
sentaba a su lado, espantándole los zamuros.
El
hombre de la camisa del Libertador no ha muerto: no puede morir. Yo mismo he
tenido ocasión de contemplarlo en el salón de una escuela de pueblo, donde una
maestra de ojos humildes, como los suyos, explicaba la clase a una turba de
arrapiezos.
Se
había puesto una mano sobre el pecho, sobre la camisa que le regalo el
Libertador. Personas que me merecen fe me aseguran, así mismo, que se le mira
recorrer, a veces, las grandes salas llenas de escritorios laboriosos, los
despachos, los gabinetes, los recintos solemnes donde se toman las decisiones
que afectan hondamente. Vigila el trabajo de los hombres, y sus ojos negros
brillan.
El hombre de la camisa del Libertador no ha muerto: no ha podido morir.
Se inclina sobre mi hombro en el momento en que yo escribo su historia; y ahora, cuando ustedes la leen, escudriña sus rostros, y toma nota de sus menores pensamientos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario